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Mundos íntimos.
Añoranzas y juegos virtuales. Como si fuera una profecía, el padre del autor vivió en España cuando él era chico y ese dolor de ausencia aún lo recuerda. Hoy sus propios hijos residen en Chile. Aunque más cerca, también debió aprender que las caricias y el estar sentados a la misma mesa son momentos esporádicos. Así se genera una paternidad diferente que con creatividad intenta vencer la lejanía.
Gonzalo Garcés. Escritor.
Por eso es tan difícil tenerlos lejos. Por supuesto, muchas veces me pregunto si había opción. Las peripecias que nos llevaron a vivir en países diferentes ahora me parecen increíbles. ¿Lo más raro? Mi padre también vive en otro país; yo también crecí con un padre a distancia. Esto me hace pensar que existe en alguna parte un demiurgo aficionado a las simetrías y que uno vive para cumplir sus caprichos.
Esta historia de simetrías empieza en 1970. Aquel año mi padre recibió su titulo de arquitecto en Valparaíso y se expatrió para vivir en Buenos Aires, donde conoció a la que iba a ser mi madre. Diez años después, divorciado y sin chance de ejercer su profesión en la Argentina de la dictadura, volvió a tomar un avión, esta vez a Madrid. Con el tiempo, como tantos expatriados, volvió a su país natal. Yo crecí con mi madre en Buenos Aires y nunca me sentí otra cosa que argentino.
En 2010 yo, a mi vez, me separé de la madre de mis hijos y también me mudé de país. Las circunstancias son distintas, los pormenores serían largos de explicar, pero el resultado es que ahora mis dos hijos viven en un país diferente del mío. Para completar el círculo, el país donde viven es justo el que mi padre dejó hace más de cuarenta años y al que terminó por volver: Chile.
¿Cómo se vive cuando tus hijos viven en otro país? Tus hijos y también tu padre. A veces me siento apenas un blip, una anomalía en una familia de chilenos. Otras me parece que esto sólo puede ser provisorio y que tarde o temprano todos viviremos en Buenos Aires. Mientras tanto, hay que vivir de alguna forma. Ser una familia con los recursos que hay a mano, lo cual significa, la mayor parte del tiempo, una pantalla de Skype.
Por supuesto, yo no busqué esta situación, aunque a veces parezca que el demiurgo amante de las simetrías, en algún sentido, es uno mismo. Yo también, como mi padre, quise probar la vida de expatriado. Cuando tenía veinte años me fui a estudiar a París. Allá empecé a publicar libros y por un tiempo estuve convencido de que iba a quedarme en Francia. Uno suele moldear su filosofía de acuerdo con sus circunstancias; yo era un argentino, hijo de una argentina y un chileno, y vivía en el primer piso de un edificio moderno en Montmartre, así que me resultaba cómodo ser internacionalista. Pensaba que da lo mismo el lugar donde uno viva y que la patria son las personas que tiene a su lado. En la facultad había conocido a una francesa, con la que me casé; en 2003 nació mi primer hijo, G. Más tarde nos mudamos a España y tuvimos a M., nuestro hijo menor. Yo me consideraba un argentino portátil y me parecía natural haber engendrado argentinos portátiles; donde yo viviera, vivirían mis hijos. En retrospectiva la lógica de esto resulta precaria, pero a mí me convencía.
También mi padre empezó su periplo con optimismo. En 1970, cuando llegó a Ezeiza, le pidió al taxista que lo llevara a Corrientes 348. Había crecido escuchando tango y quería que su primer destino en la capital argentina fuera Corrientes tres cuatro ocho, segundo piso ascensor, no hay porteros ni vecinos, adentro cocktail y amor. Conoció a mi madre en el café Politeama. También él sentía que podía vivir en cualquier parte, y hasta ser de cualquier parte. Las cartas que escribió por esa época están llenas de “vos pensás”, de “los milicos”, de “no hay guita”. Vivieron unos años a caballo entre Argentina y España. Se separaron y volvieron a juntar varias veces. Al final mi padre encontró una salida a su crónica precariedad laboral trabajando en Madrid. Durante la década siguiente, en sociedad con su segunda mujer, construyó edificios importantes. Recuerdo la primera vez que recibí por correo un regalo de mi padre: era un disfraz de Don Quijote, con pechera de plástico y el yelmo de Mambrino. Debe haber sido en 1979. Con esto empezó nuestra relación a distancia.
Yo tenía en Buenos Aires un padrastro que me quería y me cuidaba muy bien. Sin embargo, cada vez que cortaba después de hablar por teléfono con mi padre, cada vez que él se iba después de una visita a Buenos Aires, cada vez que terminaban las vacaciones en Madrid y yo tenía que volver, el dolor era desquiciante. Es bastante misterioso ese lazo. Viene antes de la conciencia y no depende de los altos o bajos de la relación. Además, tener a tu padre lejos engendra un mundo. Tu padre es ese mundo. Cuando tu padre vive en tu casa, es una persona de carne y hueso: monumental, sin duda, titánico a veces, pero de contorno humano. Pero en mi caso mi padre estaba hecho en gran parte de añoranza y la añoranza no tiene contornos. Era un océano, un continente. Europa era mi viejo. América también. El pasado con todas sus guerras y sus mapamundis y sus catedrales y sus ejércitos era mi viejo. Y todo lo que pudiera ponerse en palabras y relatarse. Hay que imaginar lo que significa buscar en todas esas cosas al padre de uno, seguir buscándolo hasta ahora.
En 2006, cuando mi relación con mi mujer entró en tiempo de descuento, empecé a tener miedo de convertirme yo también para mis hijos en algo parecido a esa vaga enormidad. Esa perniciosa enormidad. Porque no es bueno confundir a tu padre con el universo. El círculo del demiurgo empezaba a cerrarse: nos mudamos a Chile, donde yo iba a dar clases en la universidad. Para entonces mi padre ya se había repatriado. En 2010 mi mujer y yo nos separamos; en una última acrobacia internacional, ella se fue con los chicos a Francia, mientras yo, que quería estar cerca de ellos pero en un lugar donde pudiera trabajar, me arrastraba hasta Barcelona. Un día me llamó y, un poco compungida, me dijo que quería volver a Chile con los chicos, ya que había empezado una relación con un santiaguino, aunque esperaba que eso no significara poner al Atlántico entre ellos y yo. No tuve inconveniente, ya que por mi parte había empezado una relación con una argentina, y aunque no hubiera sido así, había entendido que, como escritor que escribía en porteño, mi lugar natural para vivir y trabajar era Buenos Aires.
Santiago queda a una hora y media de vuelo de Buenos Aires. Es mejor que estar separado de mis hijos por el Atlántico, pero está lejos de ser perfecto. Por supuesto, extraño todos los días a G. y M.
Ya lo dije: extraño su olor, su contacto, jugar a lo bruto. Hay que decirlo, muchos de los juegos que forjan el lazo de amor incondicional entre un padre y un hijo remedan la violencia. Es una aparente paradoja que las madres y las maestras de escuela, como es natural, suelen tener dificultades para comprender. G. nunca se cansa de pedirme que le haga “el interrogatorio de la plata”. Es una escena famosa de la película El gran Lebowski. Hago como que agarro a G. por los pelos de la nuca y simulo hundirle la cabeza en un inodoro imaginario, como lo hacen los agresores de Jeff Bridges en la película, mientras le pregunto con falso acento alemán: ¿Dónde está el dinero, Lebowski? El disfrute de G no tiene límite. M., por su parte, prefiere un juego más afín a los métodos de tortura en la Hungría de los Habsburgo. Le aplico lo que llamamos “la jaula de carne”: lo envuelvo con mi cuerpo y lo retengo por todos los ángulos mientras él lucha por escapar. Antes estos juegos eran diarios; ahora tenemos que conformarnos con las vacaciones y con mis viajes a Chile.
¿Y el resto del tiempo? Tenemos Skype, tenemos FaceTime. Recursos que no existían cuando yo era chico y mi padre, para hablar conmigo, tenía que hacer una llamada internacional a un precio prohibitivo. Esto significa también que nos perdemos algunas cosas en verdad extraordinarias de mi relación a distancia con mi padre. Yo no les mando, por ejemplo, las cartas magníficas que él me mandaba, con recortes de revistas o libros o fascículos sobre el mundo del futuro o el hombre primitivo. Fascículos, de paso, que a mi madre la indignaban, porque en uno aparecía una ilustración truculenta de un hombre de Cromagnon con un brazo cortado. Pero a mí me gustaban. Como años más tarde me gustó (y me perturbó) una viñeta que mi padre había fotocopiado de la revista española Rambla. Una mujer desnuda, entre sábanas arrugadas, decía: “Tú no has tenido fe.” Un globito indicaba que otra voz le respondía: “Quizá no me he concentrado lo suficiente. Probemos de nuevo.” Yo tenía catorce años. Sobre pocas cosas he especulado tanto como sobre ese fragmento de diálogo. Mi padre, en este aspecto reflejo fiel de su generación, pensaba que era parte de sus deberes ofrecer una educación en cuestiones de sexo. Ya dije que su persona concentraba para mí las cualidades de un mundo vasto, fascinante, rico en misterios, y sobre todo desconocido.
A cambio de renunciar a parte de esos encantos, los medios que usamos mis hijos y yo nos permiten una semblanza de vida cotidiana, de humana rutina. Creo
que se equivocan los padres separados que, con las mejores intenciones, se esfuerzan demasiado en preguntarles qué han hecho, cómo les fue en el colegio, qué hicieron con sus amigos. No siempre se tienen cosas interesantes que contar y un hijo nunca debería sentir que debe tenerlas para interesar a su padre. Un hijo no es Sherezade. Algunos de los mejores ratos que Skype nos permite ni siquiera necesitaron charla: por ejemplo, el campeonato de batalla naval que G. terminó por ganarme.
Lo mejor han sido momentos de silencioso estar juntos a través de esa pantalla. Yo, en Buenos Aires, escribía una nota para un diario. En Santiago, M. construía una ciudad con Lego mientras G. miraba un video de Vegetta. De vez en cuando levantábamos la vista y nos chistábamos o nos hacíamos una mueca. Me falta el olor de su pelo. Pero es un mundo que compartimos, y tiene contornos definidos, y es nuestro.
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